Para que haya arte, para que haya algún obrar y contemplar estético, es indispensable una condición fisiológica previa: la ebriedad. Es necesario que la ebriedad haya incrementado primero la excitabilidad de toda la máquina: mientras no se llegue ahí, no hay arte. Todas las modalidades de la ebriedad, por distintas que sean sus causas, tienen la fuerza para ello: sobre todo la ebriedad de la excitación sexual, que es la forma más antigua y primigenia de ebriedad. Lo mismo la ebriedad que viene en el séquito de todos los grandes apetitos, de todas las emociones fuertes; la ebriedad de la fiesta, de la competición, del do de pecho, de la victoria, de todo movimiento extremo; la ebriedad de la crueldad; la ebriedad de la destrucción, la ebriedad bajo ciertas influencias meteorológicas, por ejemplo la ebriedad primaveral, o bajo la influencia de los narcóticos; finalmente, la ebriedad de la voluntad, la ebriedad de una voluntad repleta e hinchada. Lo esencial de la ebriedad es la sensación de incremento de fuerza, de plenitud. De esta sensación se dan también las cosas, se las fuerza a que tomen de nosotros, se las violenta: a esta operación se la denomina idealizar. Librémonos aquí de un prejuicio: el idealizar no consiste, como se cree comúnmente, en retirar o descontar lo pequeño, lo accesorio. Un enorme resaltar los rasgos principales es más bien lo decisivo, de modo que así los demás desaparecen.
El crepúsculo de los ídolos.
Nietzsche
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