Henry Miller. Nexus
Al mirar hacia la costa, ¡Qué edificios de juguete parecían los rascacielos que sombreaban la orilla del río! ¡Qué efímeros, qué diminutos, qué vanos y arrogantes” En esas tumbas grandiosas hombres y mujeres bregaban un día tras otro, matando sus almas para ganar su pan, vendiéndose a sí mismos, vendiéndose los unos a los otros, inclusive vendiendo a Dios algunos de ellos, y al anochecer se derramaban en las calles como hormigas, obstruían las aceras, se sumergían en el metro o huían a sus casas para volver a enterrarse, no ya en tumbas grandiosas, sino como los infelices cansados, macilentos y vencidos que eran, en tugurios y conejeras a los que llaman “hogar”. De día, el cementerio de sudor y trabajos insensatos; de noche, el cementerio de amor y desesperación. Y esas criaturas que tan fielmente habían aprendido a correr, a suplicar, a venderse a sí mismos y a sus semejantes, a bailar como osos o actuar como perros amaestrados, contradiciendo constantemente su propia naturaleza, esas mismas criaturas desdichadas se abatían de vez en cuando, lloraban como fuentes de miseria, se arrastraban como culebras, pronunciaban sonidos que solo animales heridos pueden emitir al parecer. Lo que querían expresar con esas cabriolas horribles, era que estaban en las últimas, que los dioses del celo los habían abandonado, que si no hablaba con ellos alguien que comprendiera su lenguaje de angustia estaban perdidos, arruinados y traicionados para siempre. Alguien tenía que responderles, alguien reconocible, alguien tan carente de importancia que ni siquiera un gusano podía basilar en lamerle los zapatos.
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