sábado, 10 de enero de 2009

El himno y el policia

Puede no ser el mejor de los cuentos. Pero es un gran cuento, simple y con un toque de crudeza, con lo que este flaco se ganó mi admiración. O. Henry escribiò a fines del 1800 y principiós del 1900. Un tipo bastante conflictivo y no muy bien criticado en general. A mi me parece genial.






El himno y el policía
O´ Henry






Soapy se movió, inquieto, en su banco de la plaza Madison. Cuando los gansos silvestres graznan muy alto en las noches, cuando las mujeres que no tienen tapado de piel se tornan amables con sus esposos y cuando Soapy se mueve, inquieto, en su banco del parque, uno sabe que el invierno está a la vuelta de la esquina.

Una hoja marchita cayó sobre la solapa de Soapy. Era la tarjeta de visita de José Escarcha. José Escarcha es muy gentil con los residentes de la plaza Madison, y nunca deja de anticiparles su llegada anual. En las esquinas de cuatro calles, entrega su cartulina al Viento Norte, lacayo de la mansión del Aire Libre, a fin de que los habitantes del lugar puedan prepararse.

La mente de Soapy cobró conciencia de que había llegado, para él, la hora de formar una Comisión Unipersonal para el estudio de Medios y Recursos, a fin de proveerse contra los rigores inminentes. Por lo tanto, se movió, inquieto, en su banco.

Las ambiciones invernales de Soapy no eran de las más encumbradas. No incluían cruceros por el Mediterráneo, soporíferos cielos del Sur ni barcos a la deriva en la bahía del Vesubio. Tres meses en la Isla era todo lo que su alma codiciaba. Tres meses de casa y comida asegurada, en compañía de gente simpática, a resguardo del bóreas y de los uniformes, constituían para Soapy la quintaesencia de lo deseable.

Por años, la hospitalaria cárcel de Blackwell le había servido de casa para sus vacaciones de invierno. Así como sus conciudadanos más afortunados sacaban boleto para Palm Beach o la Riviera, así Soapy efectuaba sus humildes arreglos para una escapada anual a la Isla. Y ya había llegado el momento. En la noche anterior, tres periódicos sabatinos distribuidos bajo la chaqueta, alrededor de los tobillos y sobre el regazo, no habían logrado rechazar el frío sentido mientras dormía en su banco, cerca de la fuente borboteante de la antigua plaza. Por lo tanto, la isla se erguía, enorme y oportuna, en los pensamientos de Soapy. Él desdeñaba los preparativos hechos por las reparticiones del municipio en aras de la caridad. A su modo de ver, la Ley era más benigna que la Filantropía. La lista de instituciones privadas o municipales en las que podía recibir albergue y alimentos, concordantes con la vida simple, era interminable. Pero para un espíritu orgulloso como el de Soapy, los dones de la caridad están llenos de estorbos. Si no en dinero contante y sonante, uno debe pagar con humillaciones de espíritu los beneficios recibidos de las manos filantrópicas. Así como César tenía a Bruto, cada lecho caritativo tiene el diezmo de un baño; cada hogaza de pan, su precio en inquisiciones privadas y personales. Por lo tanto, es preferible ser huésped de la ley, la cual, si bien se guía por reglas, no se entromete indebidamente en los asuntos privados de un caballero.

Una vez decidido a ir a la Isla, Soapy se dedicó de inmediato a alcanzar sus fines. Existían muchos modos de hacerlo. El más agradable consistía en cenar lujosamente en algún restaurante caro; después, tras declarar su insolvencia, uno se entregaba tranquilamente y sin bulla a la policía. Un magistrado complaciente se encargaría del resto.

Soapy se levanto del banco para marcharse de la plaza y cruzar el nivelado mar de asfalto en donde confluían las avenidas Quinta y Broadway. Tomó por la última y se detuvo ante un centelleante café, uno de esos en que se reúnen noche a noche los productos escogidos de la uva, el gusano de seda y el protoplasma.

Confiaba en sí desde el último botón del chaleco hacia arriba: estaba afeitado y llevaba una chaqueta decente; también una corbata negra, limpia, que le había regalado una misionera en el día de Acción de Gracias. Si lograba llegar a la mesa del restaurante sin despertar sospechas, el éxito sería suyo. La porción de su persona que asomaría por encima del mantel no provocaría dudas en la mente del mozo. Un buen pato asado, pensó, sería lo más conveniente, con una botella de Chablis; después, queso Camembert, un café doble y un cigarro. Bastaría con un dólar para el cigarro. La cuenta no sería tan abultada como para requerir supremas manifestaciones de venganza por parte de los dueños, y aun así la carne lo dejaría satisfecho y feliz para iniciar el viaje hacia un refugio invernal.

Pero en cuanto Soapy puso el pie dentro del restaurante, la mirada del maître cayó sobre sus pantalones gastados y sus zapatos decadentes. Manos fuertes y alertas lo hicieron girar sobre sus talones para ponerlo, silenciosa y apresuradamente, en la vereda, salvando así al pato amenazado de su innoble destino.

Soapy abandonó la avenida. Al parecer, su senda hacia la isla codiciada no sería muy epicúrea. Habría que pensar en algún otro medio para entrar al limbo.

En una esquina de la Sexta Avenida, luces eléctricas y mercancías tentadoramente expuestas tornaban muy conspicua una vidriera. Soapy tomó un adoquín y lo arrojó contra el vidrio. La gente acudió a la carrera desde el otro lado de la esquina, con un policía a la vanguardia. Él permaneció muy quieto, con las manos en los bolsillos, saludando con una sonrisa a los botones de bronce.

- ¿Dónde está el que hizo esto?- preguntó el oficial, excitado.
- ¿No se le ocurre que yo puedo tener algo que ver?- sugirió Soapy, no sin sarcasmo, pero en tono amistoso, tal como se saluda a la buena suerte.

La mentalidad del policía se negó a considerar a Soapy, siquiera como pista. Cuando uno rompe una vidriera no se queda a parlamentar con los lacayos de la ley, sino que pone pies en polvorosa. El policía divisó a un hombre que corría para alcanzar un coche, a mitad de cuadra, y se lanzó en su persecución con la cachiporra en la mano. Soapy, lleno de disgusto el corazón, siguió andando con su segundo fracaso a cuestas.

En la acera opuesta había un restaurante sin grandes pretensiones, que atendía grandes apetitos y bolsillos modestos. La atmósfera y la vajilla eran pesadas; la sopa y los manteles, muy livianos. A ese lugar llevó Soapy sus zapatos acusadores y sus pantalones soplones, sin que nadie lo detuviera. Sentado a una mesa, consumió un bife, panqueques, buñuelos y pastel. Luego, ante el mozo, reveló el hecho de que no tenía relación alguna con la moneda más ínfima.

- Bueno, llame a un policía- agregó.- No es cosa de tener a un caballero esperando.
- Para usted, nada de policías- afirmó el mozo, con voz de bizcocho y ojos de cereza en cóctel.- ¡A ver, Con!

Limpiamente de narices en la vereda lanzaron los dos mozos a Soapy. Él se levantó, articulación por articulación, como si desplegara un metro de carpintero, y se sacudió el polvo de la ropa. Al parecer, todo arresto era un sueño dorado. La Isla se veía muy lejana. Un policía que observaba la escena desde una farmacia, dos puertas más allá, se marchó con una carcajada.

Soapy caminó cinco cuadras antes de que su coraje le permitiera cortejar nuevamente a la captura. Esa vez, la oportunidad le ofreció lo que él llamaba, fatuo, “pan comido”. Una joven de aspecto pudoroso y agradable, de pie ante una vidriera, contemplaba con vivo interés el despliegue de tinteros y tazas de afeitar; a dos metros de allí, apoyado contra una boca de incendios, vigilaba un policía corpulento, de expresión severa.

El propósito de Soapy era asumir el papel del despreciable y execrado “guarango”. El aspecto elegante y refinado de su víctima, así como la proximidad del abnegado policía, lo inducían a creer que pronto sentiría la agradable presión oficial en el brazo, con lo cual quedaría asegurado su alojamiento invernal en la pequeña y conveniente islita.

Soapy se acomodó la corbata de la misionera, tiró de los puños encogidos para sacarlos de la manga, dio a su sombrero una inclinación audaz y se acercó a la joven. Le hizo ojitos, sufrió súbitos ataques de tos y carraspera, sonrió, hizo gestos lujuriosos y se lanzó atrevidamente en la asquerosa, impúdica letanía de todo galanteador guarango. Por el rabillo del ojo veía que el vigilante lo observaba con atención. La mujer se apartó algunos pasos y volvió a concentrarse en las tazas. Soapy la siguió, deteniéndose junto a ella, y se levantó el sombrero, mientras exclamaba:

- ¡Vamos, Bedelia! ¿No quieres venir a jugar a mi casa?

El policía seguía mirando. La joven perseguida un hubiera tenido más que levantar un dedo para que Soapy iniciara, prácticamente, su viaje al refugio insular. Ya creía sentir el cálido abrigo de la prisión cuando la joven se enfrentó a él y, estirando una mano, lo aferró por la manga.

- Por supuesto, Mike,- le dijo, alegremente- siempre que me untes bien la mano. Te hubiera respondido antes, pero el policía estaba vigilando.

Con la joven jugando a ser la hiedra trepadora de su roble, Soapy pasó junto al vigilante, sobrecogido por el pesimismo. Parecía condenado a la libertad.

En la esquina siguiente se desprendió de su compañera y echó a correr. Se detuvo en el distrito en donde, por las noches, se encuentran en las calles, corazones, votos, y libretos más alegres. Mujeres envueltas en pieles y hombres de sobretodo avanzaban gozosamente a pesar del frío. Un súbito miedo hizo presa de Soapy: tal vez algún horrible encantamiento lo hacía inmune al arresto. La idea le causó un poco de pánico, y en cuanto se encontró con otro policía bien erguido frente a un resplandeciente teatro, se aferró al último y fácil intento de causar “desorden en la vía pública”.

De pie en la acera, empezó a chillar a todo pulmón insensateces de borracho. Bailó, aulló, exhibió desvaríos y cuanto podía perturbar el orden establecido. El policía balanceó su porra y le dio la espalda, para comentar a un ciudadano:

- Es uno de los chicos de Yale. Están celebrando la paliza que le dieron a los de Hartford en el partido de hoy. Meten bulla, pero no hacen daño a nadie. Tenemos instrucciones de dejarlos en paz.

Soapy, desconsolado, abandonó su infructuoso barullo. ¿Acaso ningún policía pensaba echarle mano? En su fantasía, la Isla era como una Arcadia inalcanzable. Se abotonó la chaqueta liviana para defenderse de aquel viento helado.

En una cigarrería vio que un hombre bien vestido encendía un habano; había dejado el paraguas de seda junto a la puerta, al entrar. Soapy dio un paso hacia el interior, se apoderó del adminículo y se alejó con él, a paso lento. El hombre del cigarro lo siguió apresuradamente.

- Mi paraguas- reclamó, severamente.
- Ah, ¿es suyo?- se burló Soapy, agregando el insulto al hurto. – Bueno, ¿porqué no llama a un policía? Yo se lo quité. ¡Su paraguas! ¿Por qué no llama a un policía? Hay un vigilante en la esquina.

El dueño del paraguas aminoró el paso. Soapy hizo otro tanto, con el presentimiento de que la suerte volvería a tornarse contra él. El policía los miraba con curiosidad.

- Por supuesto, claro.- dijo el hombre del paraguas- es que... Bueno, usted sabe cómo ocurren estas equivocaciones. Yo... si es su paraguas... espero que me disculpe. Lo recogí esta mañana en un restaurante. Si usted lo reconoce, espero que me...
- Claro que es mío- replicó Soapy, cruelmente.

El ex dueño del paraguas se retiró, mientras el policía se apresuraba a ayudar a una rubia alta, de capa, que cruzaba la calle, aunque el coche que se aproximaba estaba dos cuadras más allá.

Soapy se encaminó hacia el este, por una calle arruinada por las mejoras, y lanzó furiosamente el paraguas dentro de una excavación, murmurando contra los hombres que usan casco y portan cachiporras. Como él quería caer en sus garras, parecían mirarlo como a un rey que fuera incapaz de hacer mal alguno.

Al fin llegó a una de las avenidas que iban hacia el este, donde las luces y el tránsito eran mucho menores, y tomó rumbo a la plaza Madison, pues la atracción del hogar subsiste, aun cuando el hogar sea el banco de una plaza.

Pero en una esquina, extrañamente tranquila, se detuvo bruscamente. Había allí una vieja iglesia, pintoresca y laberíntica, con techo a dos aguas. Por un vitral de tonalidad violácea se filtraba una luz suave, allí donde, sin duda, el organista se demoraba sobre el teclado, para asegurarse de dominar el himno del próximo domingo. Porque hasta los oídos de Soapy flotaba una dulce música que lo atrapó, transfigurándolo contra los arabescos de la verja.

La luna brillaba en lo alto, reluciente y serena. El tránsito de vehículos y peatones era escaso; los gorriones piaban desde los aleros, soñolientos... por un momento, la escena pudo corresponder a una iglesia campesina. Y el himno tocado por el organista fijaba a Soapy contra la verja de hierro, pues lo había sabido muy bien en la época en que su vida contenía cosas tales como madres, rosas, ambiciones, amigos, pensamientos inmaculados y cuellos duros.

El receptivo estado mental de Soapy, combinado con la influencia de la antigua iglesia, provocaron en su alma un cambio, súbito y maravilloso. Contempló con repentino horror el pozo al cual había caído, la degradación, los deseos indignos, las esperanzas muertas, las facultades arruinadas y los móviles infames que componían su existencia.

Y también en un momento, su corazón respondió con entusiasmo a tan novedoso estado de ánimo. Un impulso fuerte e instantáneo lo indujo a batallar con su desesperado destino. Se arrancaría de la ciénaga; volvería a convertirse en un hombre; vencería al mal que lo poseía. Había tiempo; aún era relativamente joven y podía resucitar sus antiguas ambiciones, para luchar por ellas sin flaquear. Esas notas de órgano, solemnes pero dulces, acababan de iniciar en él toda una revolución. A la mañana siguiente iría al estruendoso distrito céntrico en busca de trabajo. Una vez, un importador de pieles le había ofrecido un puesto de chofer. Lo buscaría para pedirle el empleo. Sería alguien en el mundo. Sería...

Una mano se apoyó en su brazo. Giró en redondo, rápidamente, y se encontró con la ancha cara de un policía.

- ¿Qué estás haciendo por acá?- preguntó el vigilante.
- Nada- respondió Soapy.
- Vamos, entonces- dijo el policía.
- Tres meses en la Isla- pronunció el magistrado, en el tribunal, a la mañana siguiente.

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